miércoles, 6 de noviembre de 2013

Quemé la venda y me deshice de las cadenas

Hoy voy a ser sincera.  No es que hay sido toda mi vida una mentirosa compulsiva, pero el caso es que me he engañado a mi misma hasta el punto de caer en un agujero que por poco me lleva a desaparecer. A veces no te das cuenta de que una venda ha caído sobre tus ojos y que te es prácticamente imposible desatarla. Más que nada, porque a veces no te das cuenta o no sabes que existe. Otras veces, tú mismo decides ponerte esa venda e ignorar la realidad. Y otra, la más peligrosa de todas, es cuando tú te pones esa venda a ti mismo con la excusa de que sin ver… todo será mejor. Pero el caso es que te pierdes tantas cosas, te presionas tanto, te mientes tanto, que duele. Es una punzada en la boca del estómago, es un nervio que te arranca de cuajo los tendones, que te tensa los músculos, que te desgarra ye te araña, pero por dentro. Y lo peor de todo es que no ves nada, quieres estar ciego porque así todo es mejor. Sin embargo, hay veces que con el apoyo de la familia, los amigos y el amor propio, hacen que puedas salir adelante. Y creo que eso es sobre lo que me apetece escribir hoy, no para que todos lo sepan, sino para que yo lo lea y me de cuenta de que la pesadilla casi se ha acabado.

Hoy por fin puedo levantar la voz y hablar de aquello que me ha estado matando por dentro durante años. Hoy puedo hablar de esa enfermedad, que mentalmente ataca a tantas inocentes como yo. Hoy puedo  soltar las cadenas, puedo liberarme. Porque ha llegado el momento de poner fin a toda esta historia. El pasado ha quedado atrás y ahora lo único que veo es un futuro prometedor, lleno de vida y sin presiones. Lo que veo es todo alegría, es la dulzura de la gente que me rodea, es el amor de mi familia y la compañía de mis amigos lo que me hace levantarme cada mañana. Es ayudar a alguien a estudiar, escuchar los consejos que me dan y enfrentarme a las 24 horas de cada día lo que me ayuda a seguir caminando sin mirar atrás.

Hace dos años tuve una de las mejores experiencias de mi vida. Me fui a Nepal y allí empecé a mirarme por dentro y a descubrir realmente quién era esa “Ana Perla” de la que todos hablaban. Cerré mis oídos al exterior y me dediqué a descubrirme, a investigar mis reacciones a enfrentarme a mis miedos. En cambio, la situación se me quedaba grande pero yo no me daba cuenta. La pobreza, el hambre, la soledad de un país oprimido que merece ser alegre, me hicieron sentirme tan vil, egoísta y tan terriblemente “occidental” que indirectamente decidí consumirme. Quería desaparecer si yo era la culpable de todo aquello y no podía hacer nada. Quería irme, huir porque no me gustaba lo que veía. Porque me desgarraban las miradas de esos niños muertos de hambre por la noche y me mata el duro trabajo de las mujeres en el campo, y de los hombres en las tiendas de las calles. Todo mientras yo vivo una vida afortunada, de la que ni siquiera me hacía merecedora.

Después de ello mi estado llegó a un punto en el que casi rozo la desaparición. Era tan silenciosa y tan fina como las hojas que adornan los árboles en otoño. Era una sílfide, un espíritu inanimado que solo disimula. Era, en definitiva “un ser en el mundo”. Una piedra que está ahí porque tiene que estar pero que no tiene más que esa función. Me convertí en una muerta viviente, en una creadora de pesadillas. Pero el deseo de desaparecer… era tan grande, que hasta las ansias por lograrlo se me hacían pequeñas. De hecho, todo mi día, mis semanas y mis meses se focalizaban en aquello: en consumirme poco a poco hasta desaparecer. Porque eso es lo que hacen los cobardes, huyen sin dejar rastro. Y eso es lo que yo creía que era: la reina de las cobardes.

Más adelante, tuve otra de “esas mejores experiencias” y decidí vivir. Me compré un bote de pinturas imaginario y comencé a decorar mi mundo. Cogía la alegría, la bondad, la honestidad y la humildad de los que me rodeaban y pintaba mis días. Aliñaba los momentos con esa picarda y esas risas ocultas de los mejores amigos que tengo. Y finalmente, por la noche me iba a dormir arropada por el calor humano de mis familiares. Aprendí  a ver que yo no tenía la culpa de todas las desgracias que ocurrían en el mundo, y que si luchaba podría salir de todo. No es la primera vez que me han dicho “no puedes hacerlo”, “esto no va contigo”, “eres fea”, “eres una inútil y una torpe”, “jamás llegarás lejos”, y estoy cansada. Esas frases han guiado mi existencia desde que era muy pequeña y ahora quiero luchar contra ellas. Es verdad que ya he avanzado mucho, que he cambiado y que para mí todos los vasos siempre están más llenos que medio vacíos. Pero siempre queda camino por avanzar. No dejo de conocer gente, personas estupendas y no hay día que no dé las  gracias por todos los que han estado conmigo en esos momentos tan duros y tan malos.


Doy las gracias especialmente a mis padres, que han estado ahí soportando lo peor, viendo como me consumía poco a poco y sintiéndose culpables de un problema que no era el suyo. También doy las gracias a ese grandísimo amigo mío, que siempre está dispuesto a tomarse un café aunque sean las doce de la noche. Doy las gracias a las sonrisas de mis niñas y a la confianza que han conseguido que tenga en mí misma. Doy gracias a ese equipo tan grande y que conozco tan poco, pero que me encanta,  y con quienes comparto momentos estupendos tres veces a la semana. También agradezco todos los valores que aprendí en Nepal, pero también lo que me enseñaron mis amigos de Australia, Francia, Alemania, Italia, Dinamarca, Grecia, Bélgica, Inglaterra… agradezco en el alma todos esos abrazos, esas manos que me habéis tendido sin pedir nada a cambio, esa paciencia… Agradezco tantas cosas que si hiciera una lista habría que talar todos los árboles del mundo porque no quedaría papel. Pero es que por fin, de una vez por todas puedo decir que la pesadilla se ha acabado, que ahora me siento fuerte de nuevo, y sobre todo y por encima de todo lo demás: que mi único sueño es vivir, y solo vivir. Tanto como sea posible, para disfrutar y aprender como si cada día fuera el último.

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